SiteLock

El sonido y la furia

Por Ariel Nuncio

Le informo desde ahora: va a haber fiesta en su casa. Se van a escuchar colombianas, narco-corridos, Paquita la del Barrio y za-za-za, la mesa que más aplauda. Una y otra vez. Habrá también publicidad para una serie de productos y servicios. No busque el botón de apagado; no lo hay. El evento empieza a las 8:00 de la mañana con el Himno Nacional y termina a las 12:00 de la noche, si es que alguien se harta de tanto bullerengue y llama a Seguridad Pública, que a veces se digna intervenir.

Si la escena le parece inverosímil, lo invito a pasar un día cualquiera en cualquier casa de cualquier ciudad mexicana, pues con la excepción de algunas colonias de clase media-alta y alta, México es un país ruidoso.

Mi lucha contra la contaminación sonora empezó hace más de un año a eso de las cuatro de la mañana. Fue entonces cuando el fragor de un poderoso autoestéreo logró lo que pocos despertadores han logrado. Salí tres veces a pedir de buena manera que bajaran el volumen. Se dice que “hablando se entiende la gente”, pero no se lo recomiendo: a mí me amenazaron con cortarme un dedo. Terminé llamando a la patrulla, que en cumplimiento de su deber le bajó una lana al vecino.

Hay costumbres buenas y malas. Si, como dice el filósofo Schopenhauer, el ruido es el más impertinente de todas las intromisiones, debemos clasificar la contaminación sonora en la categoría de las malas costumbres. Por cierto, en la mayoría de los municipios de Nuevo León, “hacer ruido o utilizar cualquier aparato, que por su volumen e intensidad cause malestar público” se tipifica como infracción sanitaria. Lo malo es que tenemos leyes primermundistas y autoridades tercermundistas, que aplican o dejan de aplicar las leyes a su antojo.

Puede tratarse de un legado cultural de España. Me refiero al ruido, no a la corrupción. De todos los países de la Unión Europea —donde las pérdidas económicas anuales por el ruido ambiental oscilan entre los 13,000 y los 38,000 millones de euros— España es el más ruidoso. Sin embargo, hay una gran diferencia, en este sentido, entre españoles y mexicanos: los españoles no se dejan.

En España, escandalizar tiene su precio: en enero del año pasado, un miembro del ayuntamiento de Deltebre fue condenado a dos años y tres meses de cárcel por causar ruidos. En Sevilla, la multa por violar el reglamento municipal en materia acústica es de hasta 300,000 euros. En Bilbao, el ayuntamiento tendrá que pagar 10,000 euros a un vecino por los daños causados por exceso de ruido.

Las leyes mexicanas y españolas son muy parecidas. En México, como en España, la Constitución contempla la inviolabilidad del hogar y el derecho a la tranquilidad. En ambos países, hay reglamentos municipales y ambientales que prohíben los excesos acústicos, y en México, como en la mayoría de los países, la ley supone que si existe un ilícito, también deben existir daños y perjuicios. En pocas palabras, usted y yo tenemos el derecho de controlar los contenidos auditivos en nuestra casa, y si por omisión o comisión la autoridad vulnera ese derecho, también tenemos el derecho de interponer una demanda por la vía civil.

El reglamento ambiental del municipio en que vivo establece un límite para ruidos de 68 decíbeles en el día y 65 en la noche (como punto de referencia, el sonido que emite un inodoro al bajarse es de 65 a 75 dB). En realidad, este reglamento nada tiene que ver con el reglamento de policía, que simplemente requiere que el ruido “cause malestar público” (lo que en San Pedro se enuncia de manera más clara: “moleste, perjudique o afecte la tranquilidad de uno o más vecinos”).

Ahora bien, si usted reporta un ruido excesivo a la policía, no permita que le digan que debe acudir a Medioambiente. No es cierto. Si se trata de una fábrica u otra fuente fija de sonido, puede acudir a Medioambiente, si quiere, pero la primera línea de defensa es Seguridad Pública, quieran o no aceptarlo.

Quisiera aclarar un punto: me gusta la música colombiana y también la de Paquita. Pero en mi casa, yo decido qué y cuándo. No impongo mis gustos; por lo tanto, no quiero que se me impongan los gustos de los demás. Se cancela la fiesta.