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La esotérica de Patricio Marcos

Por Ari Nuncio

Hay algunos árboles, Watson, que crecen bien hasta una cierta altura y, de repente, desarrollan alguna deformidad extraña. Con los humanos ocurre lo mismo. Tengo la teoría de que en cada individuo hay algo de todos sus antepasados y que cualquier desviación hacia el bien o el mal está influenciada por algo que llegó antes a su línea genealógica. La persona llega a ser un compendio de su propia familia. —Arthur Conan Doyle, Adventure of the Empty House
Árbol que nace torcido jamás endereza su tronco. —Dicho antioqueño

Los antiguos griegos distinguían entre dos formas de escrito: una, para el grueso de los lectores, el público en general, los llamados escritos exotéricos; y otra, los escritos esotéricos, para los lectores más informados, los iniciados y los iluminados. Patricio Marcos, en su libro Psicoanálisis antiguo y moderno, parte de esta diferencia para ofrecer al lector una mejor comprensión de la filosofía aristotélica. Este libro es una obra esotérica debido al lenguaje empleado por el autor, a su estructura y a las ideas que en él expone. Sólo a pocos les está dado leerlo y a menos penetrar sus contenidos.

De entrada, el autor enuncia los objetivos del libro en las respuestas que da a dos preguntas: la primera es que si existía el psicoanálisis, o algo parecido, en los tiempos del occidente antiguo; y la segunda es que si existió, por qué los exponentes del psicoanálisis moderno no partieron de esa base.

Estas preguntas podrían parecerse, a primera vista, a las formuladas por un estudiante que busca un tema de tesis que no haya sido tratado por otro en un campo de ideas sobrecultivado; en fin, por alguien que se ha dedicado al estudio de una cultura que sólo a los antropólogos y arqueólogos pudiera interesar, como es la cultura de la antigua Grecia, dentro de un contexto cultural —el nuestro— que poco se interesa en el estudio de temas que no tengan aplicación directa en el ámbito del mercado, y pretende justificar el abordaje del tema escogido buscando, por una parte, la originalidad y, por otra, relacionando su especialidad con una más moderna y utilitaria, como es el psicoanálisis.

Nada más lejos de esa apariencia. Las respuestas a tales preguntas permiten al autor realizar un análisis íntegro de nuestra sociedad en sus aspectos más fundamentales: el de la ética y la política. El resultado es una crítica no sólo de las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud y Jacques Lacan, sino de nuestra cultura globalizada. Es, en su esencia, un tratado ético-político, arduo en su elaboración pero de alcances y potencial innegables. En ese sentido, Marcos acude a una cita de Alfonso Reyes para darle dimensión a su tema: “El drama de la tiranía —trágico por cuanto representa la perversión de la paternidad política en los pueblos occidentales— es el drama de nuestra civilización”.

La paternidad —mejor dicho, los pecados de nuestros padres— se halla como trama subyacente a lo largo del texto: por un lado, la paternidad ilegítima del psicoanálisis moderno; y por otro, la paternidad enfermiza que conduce a las patologías individuales y públicas. Aquí el autor ataca, de manera frontal y contundente, la afirmación de Freud y Lacan de que el psicoanálisis es una nueva ciencia, aseveración que él demuestra ser un síntoma más de nuestra degradación cultural. El único mérito que les concede —aparte de “haber invertido la relación de causalidad que es dogma en la medicina física, no de los cuerpos hacia las psiques sino de éstas hacia aquéllos”—, es el haber entendido que el complejo de Edipo es el tema central de la civilización contemporánea.

Antes de entrar en materia, conviene señalar los puntos que pueden impedir una lectura provechosa. El camino de Marcos es difícil de recorrer: una serie de dificultades, en modo alguno arbitrarias, se imponen al lector poco informado. Uno de los primeros obstáculos con que se encuentra es el lenguaje. Para estar al tú por tú con Marcos, hay que contar con ciertas herramientas lingüísticas; es decir, además de tener un amplio vocabulario del castellano, conocer un mínimo de alemán, inglés, francés, griego y latín. Al hablar de lo que debe saber el aprendiz de psicoanalista, Marcos exige, entre otras cosas: “Letras, letras, muchas letras. ¿Lingüística para estar al tono de la última moda venida de París? ¡Por descontado!”. Para comprender el razonamiento de estas afirmaciones, conviene leer el Ensayo sobre las virtudes intelectuales de Antonio Gómez Robledo —otro mexicano aristotélico— publicado en 1957.

Curiosamente, Marcos critica la “opacidad para muchos lectores” así como el “estilo barroco” de Lacan. Para el lector casual, empero, resultaría tan impenetrable la obra de Marcos como la más oscura de Lacan; aunque también podría afirmarse lo mismo de casi cualquier otro autor anterior al siglo pasado frente a una obra contemporánea. En algunos casos, sin embargo, el estilo literario de Marcos presenta dificultades reales aún para el lector más informado. Para un español, por ejemplo, los mexicanismos que aquí abundan representarían un verdadero reto. Asimismo, vocablos o frases en inglés como “American-Güey-off-Life” —distorsionados y mal escritos en son de burla—, le restan nivel al texto. La intención antisolemne no tenía por qué ser tan obvia.

Otro error de la misma índole son las comas que Marcos omite y su editor permite. Esto se debe, probablemente, a un libro que Marcos elogia: El caracol y la medusa, de Louis Johnson. Esta obra del eminente biólogo presenta una estética literaria que específicamente recomienda la omisión de las comas, ahí donde poco aportan al texto, estética que da excelentes resultados en las páginas de Johnson y fracasa rotundamente en manos de nuestro autor.

En el texto de Marcos es manifiesto el dominio insuficiente del latín. En los pocos casos donde emplea este idioma, lo hace de forma accidentada o francamente incorrecta. Su traducción de la frase Amicus Plato, sed magis amica veritas (“Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad”), es más bien una paráfrasis, admisible, pero técnicamente incorrecta. Otro ejemplo: autorictas en lugar de auctoritas. Si se considera que el público natural de esta obra es erudito, tales desaciertos resultan inaceptables.

Sin embargo, la mayor dificultad estriba en que el método de exposición de Marcos implica una gran erudición. En el prólogo se hace una rápida reseña de ocho autores esotéricos antiguos. Aquí se tiende otra trampa —acaso involuntaria— al lector casual. Marcos menciona los Siete Sabios, mas no todos los sabios que aquí se describen fueron identificados en la antigüedad como miembros de ese selecto grupo. Los Siete Sabios incluían a Solón y tiranos como Periandro de Corinto y Pítaco, todos ellos reconocidos por su importante labor legisladora. De los sabios que aquí aparecen, sólo uno —Aristóteles— figura a lo largo del libro; los demás son referencias que no llegan a formar parte del dramatis personae (vaya, del elenco) de la trama.

Marcos aclara que la ética a la cual se refiere es la ética de Aristóteles y el Liceo de Atenas, mientras que el psicoanálisis que aquí analiza es aquél “redescubierto por Freud, expurgado y extendido por Lacan”. Si fuera éste un librillo popular, tendría otro título: Aristóteles contra Lacan. Aristóteles fue, sin duda, la fuente representativa de la sabiduría antigua. Dante Alighieri lo llamaba “el maestro de los que saben”, título que conservó entre los pensadores occidentales hasta el advenimiento de Freud. Es a partir de la figura y las teorías freudianas que ocurre el derrumbamiento del puente que los vinculaba con su herencia intelectual. Tal parricidio borra a Aristóteles del panorama cultural de occidente.

Marcos afirma que el objetivo de su estudio es establecer la respuesta a la primera pregunta (¿existió el psicoanálisis en la antigüedad de occidente?), y entonces, “una vez contestada la cuestión inaugural, los capítulos restantes se destinan a resolver la segunda pregunta” (es decir, si la respuesta a la primera pregunta es afirmativa, ¿por qué a los modernos les resulta imposible partir de ese saber?). El autor, en efecto, cumple con su objetivo, mas no lo hace de una forma legible para el lector común, es decir, de una forma exotérica. Habiendo leído detalladamente el prólogo y el primer capítulo, es probable que el lector casual no entienda todavía la relación entre el psicoanálisis moderno y los escritos filosóficos que aparecen en el prólogo. El autor asume su postura al inicio del segundo capítulo mediante la fórmula clásica de las obras esotéricas: “para quien pueda y quiera verla”. En la antigüedad clásica, precisa, el psicoanálisis se llamaba ética, término que para los oídos modernos, por falta de contacto con el griego, fuente de numerosos términos en diversas ramas lingüísticas, resulta casi siempre difuso.

Los estudiosos de antaño, —a quienes el trivium del humanismo renacentista obligaba al conocimiento del griego y el latín—, necesariamente tuvieron una idea más clara del concepto. La voz griega ηθος, (ethos), que significa “carácter” deriva su nombre a partir de la palabra griega εθους, “costumbre” o “hábito”. Es decir, que el carácter de un ser humano es el resultado de sus hábitos. La amplitud de este término es la mayor y más importante diferencia entre el psicoanálisis moderno y el antiguo, y es ilustrativo de la insuficiencia de aquél frente a éste. El psicoanálisis moderno se enfoca casi exclusivamente en lo enfermizo, la neurosis y el submundo de los sueños, mientras el psicoanálisis antiguo “es una ciencia centrada en el análisis del placer y dolor humanos conforme a los usos, costumbres y caracteres del animal político; registros que implican necesariamente la salud o la enfermedad, ora en las comunidades activas y despiertas o políticas, realeza, aristocracia y república, no menos que en sus desviaciones pasionales o voluptuosas, tiranía, plutocracia y, acaso para sorpresa de algunos legos, la democracia”.

Que este libro sea una obra esotérica (y no exotérica) no es casualidad. “Se trata de la distinción entre la vida dormida y la vida despierta”, escribe Marcos, quien se dirige al “pequeñísimo número de hombres sanos, los que en el mundo sin eufemismos de los antiguos, de palabra directa y llana, son llamados buenos”. Si el enfoque del psicoanálisis desde Freud está en los sueños del ser dormido, para Marcos los padecimientos de éste son incurables, y por ello no se preocupa por dirigirse a los 'matasanos' especialistas en tratarlos.

El ensayo de Marcos aspira a exponer de forma un tanto más exotérica, es decir, más accesible para el lector que carece de ciertas herramientas escolásticas, su planteamiento esotérico. Sólo lo logra en mínima parte.

Empecemos donde él mismo con la pregunta ¿Existía el psicoanálisis en los tiempos occidentales antiguos? La respuesta de Marcos es afirmativa. En realidad, sería difícil llegar a otra conclusión. El término psicoanálisis es un compuesto de dos palabras griegas que significan, simplemente, “análisis de la mente”. Aún y cuando tomamos como definición la de Freud, “el psicoanálisis constituye un especial tratamiento de los enfermos de neurosis”, resulta evidente que los antiguos sí analizaban este aspecto de la mente humana.

Lo original de la obra de Marcos no estriba en su primera pregunta. Werner Jaeger, en su obra seminal Paideia, ya había atribuido a Platón el epíteto de “padre del psicoanálisis” por ser “el primero que desenmascara la monstruosidad del complejo de Edipo”. Sentencia Jaeger: “Sobre la esencia de las cosas no conoce más la psicología moderna que las doctrinas educadoras de los sofistas ni la química más que Empedocles o Anaxágoras”. A partir de un estudio cuidadoso de Freud y Lacan, resulta obvio que sus fuentes originales son los griegos, en especial Platón y Aristóteles. El mismo Lacan lo confiesa: “En tratando ya hace mucho tiempo, mucho tiempo, de la ética del psicoanálisis, partí nada menos que de la Ética a Nicómaco de Aristóteles”. Freud, por su parte, “dice descubrir que, en comparación con sus antecesores, [Aristóteles en su tratado Sobre los sueños] trata los sueños en tanto proceso psíquico del durmiente antes que como heraldo de los dioses”.

La aportación de Marcos reside más bien en la segunda pregunta y las conclusiones que de ella saca: ¿Por qué los modernos han sido incapaces de aprovechar ese mar de sabiduría? Las razones que aduce Marcos son abundantes. Sin embargo, antes de abordar plenamente esta pregunta, plantea algunos cuestionamientos inquietantes sobre los dogmas y errores del psicoanálisis moderno. En el primer capítulo, Marcos se pone a cazar “gazapos” —es decir, las presas fáciles del psicoanálisis moderno.

Los “gazapos” del psicoanálisis freudiano según Marcos:

  1. Que Freud y Lacan sean personas inanalizadas. “La mayor parte de los sabios antiguos occidentales —excepto Epiménides, pero sobre todo Heráclito— niegan de múltiples maneras que se pueda llegar a saberlo todo sobre sí mismo sin ayuda. Freud y Lacan también rechazan de modo enfático tal posibilidad. Al menos descartan tal opción en sus escritos y discursos teóricos, que no en sus testimonios personales. ¿Por qué entonces condenan sus personas a esos imposibles, el autoanálisis privado y el autoanálisis público?”
  2. La cura de enfermos a cargo de enfermos. “Freud y Lacan patentizan con patente de corzo una práctica médica absurda, la cura de enfermos a cargo de médicos no menos enfermos. Se habilita a neuróticos para que atiendan a pacientes afectados por dolencias semejantes, cuando no de padecimientos mayores e incurables.”
  3. El “silencio cartujo”. Es decir, el silencio del analista, “al grado que algunos pacientes llegan hasta a presumir de sus respectivos analistas, porque se pasan meses sin decir ni pío”.
  4. La impotencia del psicoanálisis para abordar la cultura occidental, no se diga en el presente sino en el pasado. Éste aparece como el “gazapo” más interesante por razones que se explicarán más adelante.

Por lo que implica para nuestra cultura, es aterradora la respuesta (más bien, las múltiples respuestas) a la segunda pregunta. El psicoanálisis moderno no ha podido valorar las aportaciones de los antiguos precisamente porque no quiere y no puede. No quiere reconocer el saber de los antiguos, según Marcos, por su “manía por descubrir cosas nunca antes vistas ni oídas al estilo de la ingrata cultura moderna y contemporánea”. Y no puede partir de ese saber porque se encuentra preso de lo que Marcos llama “el imperio del temor”, cegado por la mentalidad del amo. La mejor descripción de este fenómeno es precisamente la fábula de Sófocles, Edipo el tirano, “la tragedia de un hombre despótico y somnoliento, hijo de otro tirano”. Aquí se nos presenta, con todas sus letras, la síntesis de nuestro prejuicio contemporáneo: somos tiranos e hijos de tiranos, gente dormida que con modorra pasividad “da fianza” —es decir, creemos— a las alternativas que los tiranos, reales e imaginarios, nos imponen. La ausencia de crítica, propia de la formación social más reciente en el mundo occidental, es hija de muy diversas tiranías: la del dinero una de las más brutales, pues procede de un parricidio similar cometido por Edipo: mata a su padre, el trabajo, y usurpa su lugar.

Marcos arremete contra Lacan con mayor ferocidad que contra Freud, por ser aquél el máximo exponente del psicoanálisis más cercano a nosotros en términos históricos. Lacan tiene a la mano la obra de Freud, y por lo tanto tiene menos pretexto para no ver los errores de su maestro (a diferencia de Aristóteles, quien difiere de las enseñanzas de su maestro Platón, Freud es “el único autor a quien Lacan tributa homenajes a los pies de su letra”); pero, sobre todo, porque Lacan es el que mejor representa la psicología cientificista, engendro sin paternidad alguna.

En su obra, Marcos toma como punto de partida el curso magistral, La ética del psicoanálisis, impartido por Lacan en los años 1959–1960, periodo representativo del pensamiento lacaniano en su madurez. Aquí, como advierte Marcos, las obras que Lacan propone “como el alfa y omega de su excursión vertiginosa por cerca de dos milenios y medio”, son la Ética a Nicómaco de Aristóteles y El malestar en la cultura de Freud, aunque “el trayecto cumplido, que contradice al anunciado, no se realiza de Aristóteles a Freud, sino que habiendo llegado a éste retorna hasta Sófocles desde Aristóteles”.

La obra de Sófocles que Lacan expone es Antígona. “¿Qué revela este periplo involuntario de Lacan?”, pregunta Marcos. “Algo ya señalado al final del capítulo primero, síntoma privilegiado del psicoanálisis moderno: su imposibilidad para hacer un diagnóstico de los tiempos de la cultura occidental en la que nace.” A continuación veremos el porqué de esta afirmación.

En ese seminario, Lacan empareja a Immanuel Kant con el Marqués de Sade y a la Antígona de Sófocles con una paciente suya, conocida bajo el seudónimo Aimée. El primer emparejamiento, de Sade con Kant, le permite a Marcos ensayar una embestida inicial contra Lacan por la “estridente y ríspida conjugación en la que el viejo Kant es rebajado, humillado, reducido a la cloaca sadiana”; error fundamental, según señala Marcos, ya que la filosofía de Kant se funda en la socrática y platónica noción de la voluntad mientras que la del Marqués “tiene de pivote no a la voluntad sino al deseo, en particular el apetito sexual de talante compulsivo, involuntario, distintivo de la cultura moderna”.

Sucede casi lo mismo en el caso de la pareja Aimée-Antígona. Lacan supone que Antígona es, al igual que su paciente Aimée, una “víctima tan terriblemente voluntaria”. Marcos establece lo contrario. Antígona se niega a acatar una ley injusta, decretada por un tirano, acto que conduce a su muerte pero también al desprestigio y ruina del tirano. “La causa del deseo de Antígona es un apetito superior, el anhelo, conforme al cual ella elige lo que elige, una muerte noble en vez de una sobrevivencia servil, ultrajante.” Antígona elige con plena conciencia; Aimée vive inconsciente, no puede elegir. Esta segunda pareja despareja demuestra, nuevamente, los prejuicios de Lacan. Sentencia Marcos: “Antígona sólo puede desconcertar, intimidar y parecer terrible a quien vive desconcertado, intimidado, sometido al imperio del temor”.

Para Lacan, “la única cosa de la que se puede ser culpable es de haber cedido en su deseo”, comentario que Marcos juzga inobjetable per se. Pero la sentencia de Lacan es más bien una adaptación fiel de la deontología (disciplina del deber ser) judeo-cristiana de Freud, “que se reduce a una idea moral muy cristiana que tiene por ideal la anulación de las pasiones que se prejuzga por naturaleza malignas”. Lacan sigue siendo ignorante de la diferencia entre las acciones voluntarias e involuntarias —ignorante a tal grado que es capaz de hacer equivaler la fórmula kantiana “actúa de manera que tu voluntad pueda valer siempre como principio de una legislación universal” a la máxima sádica “actúa como si tuvieras derecho a gozar de cualquier prójimo en tanto instrumento de tu placer”. Lacan no puede ver en la cultura de nuestros tiempos lo que Marcos llama “la situación patológica del deseo”.

¿A qué se debe esa situación? He aquí la tesis fundamental de Marcos, misma que él retoma de Platón y Aristóteles. “No es la supuesta ética del psicoanálisis sino la Ética a Nicómaco la que permite afirmar que las opciones lógicas de la alternativa ceder o no al deseo retratan una forma de ser particular. aquéllos que los azares de la historia convierten en amos, poderosos.” Es decir, seres y cosas —tiranos— cuya autoridad soberana aceptamos sin más. Las decisiones que tomamos en “todas aquellas situaciones en las que actuamos por temor a evitar males mayores o por una causa noble” son las que definen nuestra salud mental. Si cedemos (damos fianza) ante el tirano, sea éste una circunstancia, una persona o una pasión, nos conduce a la ruina. Y es que toda nuestra cultura comercial depende de que cedamos a nuestros deseos. “El rasgo sobresaliente de la civilización actual consiste en la alteración de los objetos naturales de aversión en objetos de apetencia culturales.” Cabe agregar que este proceso se está acelerando: hace apenas 50 años las caderas “provocadoras” de Elvis causaban escándalo, ahora los ídolos de la juventud se jactan de asesinatos y violaciones.

Como ya señalamos, Platón supo que los tiranos humanos no surgen de la nada: son hijos de otros tiranos. “Némesis”, escribe Marcos, “era la diosa encargada de vigilar que los hijos pagasen severamente las faltas cometidas por los padres. Una diosa del recuerdo histérico de venganza”. En Edipo el tirano, observa Marcos, la “cobardía loca y criminal de Layo empuja al cumplimiento del oráculo muy a pesar de los esfuerzos de Edipo por fallar su destino; en realidad un destino que es el de su padre, toda vez que al comprarlo [“dar fianza”] lo hace suyo”. Nuestra civilización ha “comprado” el destino de un tirano: el dinero todopoderoso. Somos, por consiguiente, un pueblo que no valora ni quiere saber de la vida contemplativa. En la ética aristotélica, el fin de la filosofía es la felicidad. A la gran mayoría de nosotros, incluidos los que se hacen pasar por “iluminados”, la única felicidad que nos queda es la satisfacción pasajera de nuestros apetitos, lo cual asegura, en palabras de Sócrates, la más absoluta igualdad entre animales y hombres. Éste el mensaje de Patricio Marcos, verdadero heredero del liceo ateniense.